«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Ésta es la teoría, la práctica grita otra cosa. Atender a las necesidades de toda la población es por sí un desafío, pero éste se complica cuando viajamos a África, los estados Árabes, La India o China, por mencionar algunos. La pésima distribución de la riqueza, la degradación de la mujer, la exclusión de determinadas poblaciones, las migraciones involuntarias... echan en saco roto las bases de la sociedad.

Son muchísimias las mujeres que no tienen acceso a la educación —más de 258 millones de mujeres adultas son analfabetas—, ni saben cómo prevenir un embarazo, o el SIDA. Sus familias no las quieren e incluso se deshacen de ellas antes de nacer —los abortos selectivos (La India y China) se han cobrado la vida de más de 134 millones—. Y si seguimos hacia el extremo, nos ecnontramos con prácticas como la mutilación genital: en África entre 100 y 140 millones de mujeres y niñas la han sufrido y más de 3 millones corren el riesgo de sufrirla.

No se puede pasar por alto la migración involuntaria. Junto a la carga de tener que abandonar su hogar por un conflicto, hambre, seguridad... por simple supervivencia, chocan de frente con el muro del primer mundo. «Sufren abusos de sus derechos en sus países de origen, en los de tránsito y en su destino final. En los últimos años, Europa, en lugar de ser una área de acogida y un ejemplo de protección de los Derechos Humanos, se está convirtiendo en todo lo contrario debido a sus políticas migratorias», demanda Virginia Álvarez, responsable de Política, Interior y Derechos Humanos de Amnistía Internacional, quien denuncia lo ocurrido con Mauritania, Marruecos y Libia.

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